jueves, noviembre 24, 2005

Cena en Amsterdam

La conferencia fue todo un éxito. En cuanto terminó de hablar, cuatrocientas personas nos levantamos como una, y el aplauso –verdadera ovación-, duró casi cinco minutos, todo el público de pie. Las filas de la gente que querían tomarse una foto, darle un abrazo, pedirle que les firmara un libro, eran inmensas, y estuvo más de una hora siempre con una sonrisa o un comentario amable para todo mundo.
Al final la salida fue discreta. Todos nos despedimos, pero noté una seña de S. –Ustedes no se van. Vienen a cenar con nosotros. ¿Cómo ves?
Salimos de la sala, nos seguimos despidiendo de la gente y, ya con las indicaciones de qué restaurante era, fuimos a poner monedas en el parquímetro de nuestro coche. Era una noche fría, y la calle estaba tranquila. Esa zona de Ámsterdam comienza a llenarse de gente alrededor de medianoche. Caminamos, pues, por la calle desierta, emocionados y a la expectativa ante el hecho de que íbamos a conocer al último de los grandes, a uno de los mejores y más reconocidos escritores de nuestro país.
Llegamos al restaurante, tomaron nuestros abrigos, y cuando dijimos con quién íbamos nos guiaron a la planta alta, que estaba vacía excepto por una mesa para diez personas.
Comimos y bebimos. Estudiamos el menú exhaustivamente, y la selección de platos fue excelente. Al primer tiempo, comí un risotto con mejillones en salsa de sepia con espuma de azafrán, y posteriormente un plato de coquilles a la parrilla. Creo que él pidió lo mismo, además de un postre que se veía brutal, lleno de frutas y helado. Discutimos de política, de historia, de religión, nos platicó de su reciente cena con un expresidente, de su pelea con un secretario de estado, recordó sus tiempos en París y nos dijo cómo el Himno Nacional de México es perfectamente compatible con la Marsellesa. Lo soltó al azar, no sé si esperando que alguien le preguntara en qué sentido, pero yo lo hice. Entonces se puso a cantar, la Marsellesa, completa, con la tonada de nuestro himno. Luego hizo lo propio con el Himno Nacional. Yo me doblaba de la risa. Contó indiscreciones de medio mundo, pero siempre cuidando de no incomodar a su esposa.
Ella es encantadora. Una mujer madura, con una figura de veinteañera, sumamente agradable, culta y con un excelente sentido del humor. Una pareja deliciosa.
Puse atención, por supuesto, a todo lo que iba platicando. Pero no podía evitar transportarme veinte años atrás, cuando leí su primer libro. De ese libro recuerdo, más que nada, el prólogo. En él, se contaba la revolución que había armado cuando llega a México, en los años cuarenta. Todas las madres querían que saliera con sus hijas, tenía siempre el comentario apropiado, era el que más sabía y más había estudiado sobre México. Incluso en aquella época, de los grandes salones de baile en la Ciudad de México, no podía soportar no ser el mejor bailarín, y lo era. Cuándo les platiqué todo esto, su esposa se moría de la risa. Aparentemente no sabe bailar, y los prólogos a sus libros los escribía ella.
Era muy tarde cuando salimos del restaurante. Nos despedimos con un abrazo, yo estaba muy emocionado y Patricia también. Al final el mesero me pasó, junto con mi sombrero, un abrigo que me puse y sentí un poco apretado. Cuando nos dimos cuenta de la confusión, me lo quité y lo devolví. Me hubiera convenido el cambio. Era de buena marca, y no cualquiera le roba un abrigo a C. F.