domingo, marzo 28, 2004

Juliana

El sábado pasado, veinte de marzo, murió Juliana, Princesa de la casa de Oranje, a los noventa y cuatro años. Durante la segunda guerra mundial, estuvo en Canadá con sus hijas, pero cuando regresó, a los pocos años su madre, Wilhelmina, abdicó a su favor.

Vivió épocas difíciles para el país, como la pérdida de las colonias y la reconstrucción y modernización del mismo. Durante su reinado, la gente la quería tanto que los partidos que querían convertir el país en una república tuvieron que desistir de esa idea, y la casa real continuó como estaba. En los ochentas, creo, abdicó a su vez a favor de su hija, Beatriz.

Hacía sus compras en el supermercado local, iba a todos lados en bicicleta y mandó a sus hijos a la escuela pública. Fue una holandesa como cualquiera, y por esto su pueblo la quiso como a ninguna.

Se anunció en las noticias que el palacio real quedaba abierto al público que quisiera ir a despedirse de su reina.

El viernes pasado Patricia y yo fuimos a una tienda de libros antiguos de la que nos hemos hecho habituales, y nuestra amiga, la dueña de la tienda, nos contó que tenía muchas ganas de ir a ver a Juliana, pero que no había podido. Esperaba ir ese mismo día, y le causaba ilusión ver el cambio de guardia.

Nos vendió, como siempre, lo que quiso. Y además, una fotografía original de la coronación de Juliana, publicada por la Associated Press en los años cuarenta, sellada por la agencia. Nos contó que cerraban el palacio hasta las diez de la noche, y que en ese momento era casi seguro que no habría gente.

Pues fuimos. En efecto, casi no había gente, pero hicimos una fila de hora y media en la calle, a tres grados centígrados. No me quiero imaginar cuando estaba lleno. La gente llevaba flores y velas, para poner en el camino del palacio. Había niñas repartiendo chocolate caliente entre la gente, y se respiraba un clima de solemnidad imponente.

A la entrada del palacio, en el patio, había una guardia de militares con antorchas y uniformes de gala. El cambio de guardia fue realmente impresionante. A la entrada, más flores, las de los organismos y embajadas (las de los scouts marinos holandeses en un lugar prominente), y luego, tras pasar varias salas totalmente blancas, con mármol por todos lados, una pequeña sala donde estaba el féretro cubierto por una bandera holandesa. A los lados, seis militares con uniformes diferentes, mayores, y llenos de medallas. Imperturbables.

Salimos conmovidos por el dolor del pueblo, que fue masivamente a despedir a su reina. Que se va a volcar a las calles el próximo martes a ver la procesión. Que se apresuró a poner la bandera nacional afuera de sus casas, para inmediatamente arriarla a media asta. Que pusieron la foto de su Juliana en las ventanas, con pendones negros. Que está consternado, y que nadie se atrevería a hacer un solo comentario fuera de lugar. El primer ministro, en su mensaje a la nación, dijo que el país había perdido más que una reina, una madre. Era lo menos que podía decir. El pueblo está adolorido, y sabe que tiene razón.

Lamentablemente es un dolor que nosotros no podemos entender. En primer lugar, porque en México no tenemos monarquía.

En segundo, porque no tenemos una sola figura pública respetable.