A diferencia de lo que pasa en otros lugares, los camareros en Holanda no son, en su mayoría, profesionales. Esto es, no ves meseros viejitos, orgullosos de su oficio, que se conocen al dedillo los menús y te hacen recomendaciones. Los meseros holandeses no están orgullosos de serlo: no tienen ni la vocación, ni el oficio, ni el gusto, y para la mayoría es solamente un escalón, un trabajo que hacen los estudiantes o los jóvenes en tanto encuentran un mejor trabajo.
Sin embargo, he notado dos tipos: los que son dueños de los establecimientos y los que son simplemente empleados. Dentro de la primera categoría entran, principalmente, los restaurantes o bares pequeños, que no pueden costear una plantilla laboral y pues tienen que echar el hombro. Esto puede ser muy bueno, porque a pesar de que la atención sigue siendo malísima en términos mexicanos, muy tardada, al menos sabes que tu comida va a llegar en un lapso razonable de tiempo, y suelen ser muy simpáticos. El mesero principal de nuestro restaurante favorito, que creo que es socio del lugar, se acuerda siempre de sus clientes, sabe más o menos qué les gusta y trata de sacarte plática. Siempre nos habla sobre México y nos dice si nuestro amigo Jeff, quien nos llevó ahí por primera vez, ha ido recientemente e incluso nos dice qué es lo que comió, aunque nunca se lo hemos preguntado. Me imagino que sus pláticas con él son similares, sobre qué es lo que comemos nosotros. Le voy a preguntar.
Los restaurantes más grandes, o que son franquicias, emplean estudiantes, jovencitos. Como los salarios y las prestaciones son muy altas, por ley, hay pocos meseros y tienen muchísimo trabajo, y muchas veces optan por simplemente esperar a que el cliente se acerque. Si llegas a comer a lugares muy concurridos, las mesas suelen estar sucias y los ceniceros llenos, y tienes casi que rogarles por que te limpien tu lugar.
Cuando finalmente llega la comida, colocan los cubiertos sobre la mesa que acaban de limpiar con un trapo sucio o simplemente sacudieron. Luego traen tu plato, y normalmente te dan solo una servilleta. Pero, ¿sabes en dónde está la servilleta? ¡Debajo de la comida! Si pides un sandwich, la servilleta va a estar abajo, ya manchada por el contenido del sandwich. Si lo que ordenaste es una sopa, la servilleta estará entre el plato extendido y el plato hondo, y si el camarero tiene mal pulso va a estar mojada. Esto es muy común. Tengo la teoría de que la verdadera función de las servilletas holandesas es cuidar que los platos se ensucien menos, antes que procurar que el cliente se limpie.
En el otro extremo, un día fuimos a comer, con un empresario, a un restaurante con dos estrellas Michelin. ¿Son estrellas o tenedores? No me acuerdo. El caso es que era un lugar espectacular: estaba junto a un canal, bajo el nivel del agua, de tal manera que podíamos ver las lanchas a la altura de las mesas. La comida fue muy buena, los precios fueron razonables dado que no los pagamos nosotros, todo muy elegante. Lo que no entiendo de este tipo de restaurantes es la costumbre de contratar meseros con cara de niña. Me explico: te asignan, desde que llegas, tu propio mesero que suele ser una especie de Leonardo DiCaprio amanerado, con cejas depiladas, peinado de salón de belleza y todos los etcéteras que se definen últimamente como ser metrosexual. Están al pendiente de la mesa de tal suerte que no puedes casi ni tomar la mantequilla porque Leonardo estaría buscando ya cómo embarrarla. Y así, un ejercito de Leonardos que se forman en fila para saludarte, servirte, despedirte. Todos con su traje bien cortado y aire de que están buscando un novio sensible y comprensivo, que necesite mucha atención.
martes, noviembre 29, 2005
jueves, noviembre 24, 2005
Cena en Amsterdam
La conferencia fue todo un éxito. En cuanto terminó de hablar, cuatrocientas personas nos levantamos como una, y el aplauso –verdadera ovación-, duró casi cinco minutos, todo el público de pie. Las filas de la gente que querían tomarse una foto, darle un abrazo, pedirle que les firmara un libro, eran inmensas, y estuvo más de una hora siempre con una sonrisa o un comentario amable para todo mundo.
Al final la salida fue discreta. Todos nos despedimos, pero noté una seña de S. –Ustedes no se van. Vienen a cenar con nosotros. ¿Cómo ves?
Salimos de la sala, nos seguimos despidiendo de la gente y, ya con las indicaciones de qué restaurante era, fuimos a poner monedas en el parquímetro de nuestro coche. Era una noche fría, y la calle estaba tranquila. Esa zona de Ámsterdam comienza a llenarse de gente alrededor de medianoche. Caminamos, pues, por la calle desierta, emocionados y a la expectativa ante el hecho de que íbamos a conocer al último de los grandes, a uno de los mejores y más reconocidos escritores de nuestro país.
Llegamos al restaurante, tomaron nuestros abrigos, y cuando dijimos con quién íbamos nos guiaron a la planta alta, que estaba vacía excepto por una mesa para diez personas.
Comimos y bebimos. Estudiamos el menú exhaustivamente, y la selección de platos fue excelente. Al primer tiempo, comí un risotto con mejillones en salsa de sepia con espuma de azafrán, y posteriormente un plato de coquilles a la parrilla. Creo que él pidió lo mismo, además de un postre que se veía brutal, lleno de frutas y helado. Discutimos de política, de historia, de religión, nos platicó de su reciente cena con un expresidente, de su pelea con un secretario de estado, recordó sus tiempos en París y nos dijo cómo el Himno Nacional de México es perfectamente compatible con la Marsellesa. Lo soltó al azar, no sé si esperando que alguien le preguntara en qué sentido, pero yo lo hice. Entonces se puso a cantar, la Marsellesa, completa, con la tonada de nuestro himno. Luego hizo lo propio con el Himno Nacional. Yo me doblaba de la risa. Contó indiscreciones de medio mundo, pero siempre cuidando de no incomodar a su esposa.
Ella es encantadora. Una mujer madura, con una figura de veinteañera, sumamente agradable, culta y con un excelente sentido del humor. Una pareja deliciosa.
Puse atención, por supuesto, a todo lo que iba platicando. Pero no podía evitar transportarme veinte años atrás, cuando leí su primer libro. De ese libro recuerdo, más que nada, el prólogo. En él, se contaba la revolución que había armado cuando llega a México, en los años cuarenta. Todas las madres querían que saliera con sus hijas, tenía siempre el comentario apropiado, era el que más sabía y más había estudiado sobre México. Incluso en aquella época, de los grandes salones de baile en la Ciudad de México, no podía soportar no ser el mejor bailarín, y lo era. Cuándo les platiqué todo esto, su esposa se moría de la risa. Aparentemente no sabe bailar, y los prólogos a sus libros los escribía ella.
Era muy tarde cuando salimos del restaurante. Nos despedimos con un abrazo, yo estaba muy emocionado y Patricia también. Al final el mesero me pasó, junto con mi sombrero, un abrigo que me puse y sentí un poco apretado. Cuando nos dimos cuenta de la confusión, me lo quité y lo devolví. Me hubiera convenido el cambio. Era de buena marca, y no cualquiera le roba un abrigo a C. F.
Al final la salida fue discreta. Todos nos despedimos, pero noté una seña de S. –Ustedes no se van. Vienen a cenar con nosotros. ¿Cómo ves?
Salimos de la sala, nos seguimos despidiendo de la gente y, ya con las indicaciones de qué restaurante era, fuimos a poner monedas en el parquímetro de nuestro coche. Era una noche fría, y la calle estaba tranquila. Esa zona de Ámsterdam comienza a llenarse de gente alrededor de medianoche. Caminamos, pues, por la calle desierta, emocionados y a la expectativa ante el hecho de que íbamos a conocer al último de los grandes, a uno de los mejores y más reconocidos escritores de nuestro país.
Llegamos al restaurante, tomaron nuestros abrigos, y cuando dijimos con quién íbamos nos guiaron a la planta alta, que estaba vacía excepto por una mesa para diez personas.
Comimos y bebimos. Estudiamos el menú exhaustivamente, y la selección de platos fue excelente. Al primer tiempo, comí un risotto con mejillones en salsa de sepia con espuma de azafrán, y posteriormente un plato de coquilles a la parrilla. Creo que él pidió lo mismo, además de un postre que se veía brutal, lleno de frutas y helado. Discutimos de política, de historia, de religión, nos platicó de su reciente cena con un expresidente, de su pelea con un secretario de estado, recordó sus tiempos en París y nos dijo cómo el Himno Nacional de México es perfectamente compatible con la Marsellesa. Lo soltó al azar, no sé si esperando que alguien le preguntara en qué sentido, pero yo lo hice. Entonces se puso a cantar, la Marsellesa, completa, con la tonada de nuestro himno. Luego hizo lo propio con el Himno Nacional. Yo me doblaba de la risa. Contó indiscreciones de medio mundo, pero siempre cuidando de no incomodar a su esposa.
Ella es encantadora. Una mujer madura, con una figura de veinteañera, sumamente agradable, culta y con un excelente sentido del humor. Una pareja deliciosa.
Puse atención, por supuesto, a todo lo que iba platicando. Pero no podía evitar transportarme veinte años atrás, cuando leí su primer libro. De ese libro recuerdo, más que nada, el prólogo. En él, se contaba la revolución que había armado cuando llega a México, en los años cuarenta. Todas las madres querían que saliera con sus hijas, tenía siempre el comentario apropiado, era el que más sabía y más había estudiado sobre México. Incluso en aquella época, de los grandes salones de baile en la Ciudad de México, no podía soportar no ser el mejor bailarín, y lo era. Cuándo les platiqué todo esto, su esposa se moría de la risa. Aparentemente no sabe bailar, y los prólogos a sus libros los escribía ella.
Era muy tarde cuando salimos del restaurante. Nos despedimos con un abrazo, yo estaba muy emocionado y Patricia también. Al final el mesero me pasó, junto con mi sombrero, un abrigo que me puse y sentí un poco apretado. Cuando nos dimos cuenta de la confusión, me lo quité y lo devolví. Me hubiera convenido el cambio. Era de buena marca, y no cualquiera le roba un abrigo a C. F.
sábado, junio 25, 2005
Sindrome de Estocolmo
De Wickipedia (http://en.wikipedia.org/wiki/Stockholm_syndrome):
"The Stockholm syndrome is a psychological state in which the victims of a kidnapping, or persons detained against their free will – prisoners – develop a relationship with their captor(s). This solidarity can sometimes become a real complicity, with prisoners actually helping the captors to achieve their goals or to escape police.
The syndrome develops out of the victim's attempts to relate to his or her captor or gain the kidnapper's sympathy."
Hay veces en que, después de leer las noticias sobre México, las declaraciones de los representantes de las fuerzas políticas, los índices de inseguridad y las historias de terror que, de tanto ser contadas de primera mano desplazan a cualquier leyenda urbana, me pregunto si el fervor patrio puede convertirse en un verdadero caso de Síndrome de Estocolmo.
"The Stockholm syndrome is a psychological state in which the victims of a kidnapping, or persons detained against their free will – prisoners – develop a relationship with their captor(s). This solidarity can sometimes become a real complicity, with prisoners actually helping the captors to achieve their goals or to escape police.
The syndrome develops out of the victim's attempts to relate to his or her captor or gain the kidnapper's sympathy."
Hay veces en que, después de leer las noticias sobre México, las declaraciones de los representantes de las fuerzas políticas, los índices de inseguridad y las historias de terror que, de tanto ser contadas de primera mano desplazan a cualquier leyenda urbana, me pregunto si el fervor patrio puede convertirse en un verdadero caso de Síndrome de Estocolmo.
jueves, junio 23, 2005
nooit
hoy encontré una nueva palabra. nooit. significa nunca, jamás.
a veces estoy platicando con la gente, viendo la televisión o en el cine y de repente una nueva palabra brinca, brota, me encuentra.
yo la tomo entre mis brazos, la acaricio y la atesoro. trato de atesorarla.
el tiempo, aliado con mi lengua madre, trata de robármela.
algunas veces lo consigue.
he decidido cuándo eso volverá a suceder.
nooit.
a veces estoy platicando con la gente, viendo la televisión o en el cine y de repente una nueva palabra brinca, brota, me encuentra.
yo la tomo entre mis brazos, la acaricio y la atesoro. trato de atesorarla.
el tiempo, aliado con mi lengua madre, trata de robármela.
algunas veces lo consigue.
he decidido cuándo eso volverá a suceder.
nooit.
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