El sábado pasado, veinte de marzo, murió Juliana, Princesa de la casa de Oranje, a los noventa y cuatro años. Durante la segunda guerra mundial, estuvo en Canadá con sus hijas, pero cuando regresó, a los pocos años su madre, Wilhelmina, abdicó a su favor.
Vivió épocas difíciles para el país, como la pérdida de las colonias y la reconstrucción y modernización del mismo. Durante su reinado, la gente la quería tanto que los partidos que querían convertir el país en una república tuvieron que desistir de esa idea, y la casa real continuó como estaba. En los ochentas, creo, abdicó a su vez a favor de su hija, Beatriz.
Hacía sus compras en el supermercado local, iba a todos lados en bicicleta y mandó a sus hijos a la escuela pública. Fue una holandesa como cualquiera, y por esto su pueblo la quiso como a ninguna.
Se anunció en las noticias que el palacio real quedaba abierto al público que quisiera ir a despedirse de su reina.
El viernes pasado Patricia y yo fuimos a una tienda de libros antiguos de la que nos hemos hecho habituales, y nuestra amiga, la dueña de la tienda, nos contó que tenía muchas ganas de ir a ver a Juliana, pero que no había podido. Esperaba ir ese mismo día, y le causaba ilusión ver el cambio de guardia.
Nos vendió, como siempre, lo que quiso. Y además, una fotografía original de la coronación de Juliana, publicada por la Associated Press en los años cuarenta, sellada por la agencia. Nos contó que cerraban el palacio hasta las diez de la noche, y que en ese momento era casi seguro que no habría gente.
Pues fuimos. En efecto, casi no había gente, pero hicimos una fila de hora y media en la calle, a tres grados centígrados. No me quiero imaginar cuando estaba lleno. La gente llevaba flores y velas, para poner en el camino del palacio. Había niñas repartiendo chocolate caliente entre la gente, y se respiraba un clima de solemnidad imponente.
A la entrada del palacio, en el patio, había una guardia de militares con antorchas y uniformes de gala. El cambio de guardia fue realmente impresionante. A la entrada, más flores, las de los organismos y embajadas (las de los scouts marinos holandeses en un lugar prominente), y luego, tras pasar varias salas totalmente blancas, con mármol por todos lados, una pequeña sala donde estaba el féretro cubierto por una bandera holandesa. A los lados, seis militares con uniformes diferentes, mayores, y llenos de medallas. Imperturbables.
Salimos conmovidos por el dolor del pueblo, que fue masivamente a despedir a su reina. Que se va a volcar a las calles el próximo martes a ver la procesión. Que se apresuró a poner la bandera nacional afuera de sus casas, para inmediatamente arriarla a media asta. Que pusieron la foto de su Juliana en las ventanas, con pendones negros. Que está consternado, y que nadie se atrevería a hacer un solo comentario fuera de lugar. El primer ministro, en su mensaje a la nación, dijo que el país había perdido más que una reina, una madre. Era lo menos que podía decir. El pueblo está adolorido, y sabe que tiene razón.
Lamentablemente es un dolor que nosotros no podemos entender. En primer lugar, porque en México no tenemos monarquía.
En segundo, porque no tenemos una sola figura pública respetable.
domingo, marzo 28, 2004
miércoles, marzo 24, 2004
Tolerancia
Todos los martes, a las nueve y media, hay una función de cine que se llama 'Sneak Preview'. Esto es en Scheveningen, que es la zona del puerto. Sneak Preview consiste en que nadie sabe qué película se proyectará, pero se tiene la certeza de que es una premiere, que se estrenará en un par de semanas. Esta es una jugada inteligente de la empresa: al tener una muestra heterogénea de clientes, y darles a llenar una encuesta, se puede medir cuál será la aceptación de la cinta.
Patricia y yo estamos encantados con el concepto. Tratamos de ir cada martes, y lo único que preguntamos en caja es si la película desconocida es hablada en inglés u otro idioma -obviamente una película hablada en holandés o en otro idioma que no sea inglés o francés sería absurdo verla, no le entenderíamos en absoluto.
Estoy convencido de que algo no funcionó correctamente, al menos para esta función. Desde que llegamos, vimos un porcentaje mayor al habitual de personas de color -siempre hemos tenido la duda: ¿qué es lo políticamente correcto? ¿'afroeuropeos'?-, sobre todo teniendo en cuenta que el cine no está en una zona frecuentada por estas personas. Nos sentamos, con el gusto por las sorpresas que nos caracteriza, cuando después de unos cuantos 'trailers' comenzó la película. Esta tenía por título 'Honey', y trataba sobre la lucha de una bailarina afrolatina, que habita en el neoyorquino barrio del Bronx, para poner una academia de baile que ayude a los niños pobres a transformar su vida. La vida de los propios niños, no solo de la bailarina. Lo siento mucho si alguien está interesado en verla y hubiera preferido que no contara el final, pero el caso es que, tras varios números musicales con bailes en grupo; el desfile de los que después me enteré que eran rutilantes astros de la escena 'hip hop'; la afirmación de la honorabilidad y decencia de la bailarina, quien resiste las intenciones carnales de su 'manager'; y un agrio conflicto entre la protagonista y su propia madre, quien no la entiende y, obcecada, pretende que se prepare y salga a conocer el mundo, termina en brazos del peluquero del barrio y consigue, por fin, ayudar a su comunidad.
Sé que no tengo los medios para poder apreciar este tipo de películas, pero el caso es que no la disfruté. Ni siquiera lejanamente. No me gustó. Estuve pensando en proponerle a Patricia que nos cambiáramos de sala -los corredores de los cines a esa hora seguramente estaban vacíos, y podríamos entrar a la película que comenzaba veinte minutos después-, pero no lo hice. En cambio, y entre las risas de los espectadores, que estaban disfrutando realmente de la película, gozando con cada chiste y a punto de levantarse a imitar las coreografías, me puse a pensar en cómo nos faltó la educación en la tolerancia.
Tolerancia. Respeto. Apoyo. Comprensión. Lo más que nos enseñaron en la escuela fue que 'el respeto al derecho ajeno es la paz', pero como una frase hueca, sin enseñarnos nunca ni cuál era el derecho ajeno ni cómo había que respetarlo; además, la frase fue supuestamente acuñada por un indígena oaxaqueño, siendo que para desgracia mía y de mi generación, la palabra indígena, usada como adjetivo, tiene un sentido peyorativo. Y ni hablar de todos los chistes y expresiones en los que malamente se hace mofa de 'los negros'.
Ahora que veo las cosas con más perspectiva me doy cuenta de que nos falta mucho por hacer. Me falta ser más tolerante, lo reconozco.
Sin embargo, no me gustó la película.
Patricia y yo estamos encantados con el concepto. Tratamos de ir cada martes, y lo único que preguntamos en caja es si la película desconocida es hablada en inglés u otro idioma -obviamente una película hablada en holandés o en otro idioma que no sea inglés o francés sería absurdo verla, no le entenderíamos en absoluto.
Estoy convencido de que algo no funcionó correctamente, al menos para esta función. Desde que llegamos, vimos un porcentaje mayor al habitual de personas de color -siempre hemos tenido la duda: ¿qué es lo políticamente correcto? ¿'afroeuropeos'?-, sobre todo teniendo en cuenta que el cine no está en una zona frecuentada por estas personas. Nos sentamos, con el gusto por las sorpresas que nos caracteriza, cuando después de unos cuantos 'trailers' comenzó la película. Esta tenía por título 'Honey', y trataba sobre la lucha de una bailarina afrolatina, que habita en el neoyorquino barrio del Bronx, para poner una academia de baile que ayude a los niños pobres a transformar su vida. La vida de los propios niños, no solo de la bailarina. Lo siento mucho si alguien está interesado en verla y hubiera preferido que no contara el final, pero el caso es que, tras varios números musicales con bailes en grupo; el desfile de los que después me enteré que eran rutilantes astros de la escena 'hip hop'; la afirmación de la honorabilidad y decencia de la bailarina, quien resiste las intenciones carnales de su 'manager'; y un agrio conflicto entre la protagonista y su propia madre, quien no la entiende y, obcecada, pretende que se prepare y salga a conocer el mundo, termina en brazos del peluquero del barrio y consigue, por fin, ayudar a su comunidad.
Sé que no tengo los medios para poder apreciar este tipo de películas, pero el caso es que no la disfruté. Ni siquiera lejanamente. No me gustó. Estuve pensando en proponerle a Patricia que nos cambiáramos de sala -los corredores de los cines a esa hora seguramente estaban vacíos, y podríamos entrar a la película que comenzaba veinte minutos después-, pero no lo hice. En cambio, y entre las risas de los espectadores, que estaban disfrutando realmente de la película, gozando con cada chiste y a punto de levantarse a imitar las coreografías, me puse a pensar en cómo nos faltó la educación en la tolerancia.
Tolerancia. Respeto. Apoyo. Comprensión. Lo más que nos enseñaron en la escuela fue que 'el respeto al derecho ajeno es la paz', pero como una frase hueca, sin enseñarnos nunca ni cuál era el derecho ajeno ni cómo había que respetarlo; además, la frase fue supuestamente acuñada por un indígena oaxaqueño, siendo que para desgracia mía y de mi generación, la palabra indígena, usada como adjetivo, tiene un sentido peyorativo. Y ni hablar de todos los chistes y expresiones en los que malamente se hace mofa de 'los negros'.
Ahora que veo las cosas con más perspectiva me doy cuenta de que nos falta mucho por hacer. Me falta ser más tolerante, lo reconozco.
Sin embargo, no me gustó la película.
lunes, marzo 22, 2004
Perros
¿Por qué no vienen a cenar?
Patricia tenía un compromiso a las diez de la noche: debía ir a recoger a una embajadora mexicana a la estación de trenes. Sin embargo, la cena era a las siete de la noche para terminar temprano, por lo que, previa advertencia de que nos teníamos que ir alrededor de las nueve y cuarenta y cinco, aceptamos.
La velada fue encantadora. En casa de una diplomática australiana, con unos amigos de la embajada estadounidense. Tuvimos que preparar un guacamole, que les fascina desde una vez que los recibimos en casa; la anfitriona cocinó y nos ofreció vino australiano, que cada vez que lo probamos nos ofrece nuevas sorpresas.
A los postres, café y lemoncello. Patricia y yo bailamos un par de piezas (Gershwin, por supuesto), platicamos un rato más y nos fuimos.
Al llegar a casa, y después de que Patricia fue a la estación, le di de cenar a Meche. Después, y para cumplir con el ritual, el paseo de antes de dormir.
Era la hora de los perros. Los holandeses sacan a sus chuchos a pasear por última vez alrededor de las diez y media de la noche, y es interesantísimo ver la interacción del amo con su perro. Estos no ladran, no se cruzan la calle, no comienzan a correr en cuanto salen de la casa, no se pelean con los demás. Es verdaderamente increíble. Sé que es una generalización y por lo mismo es incorrecta, pero parece que le dedican más tiempo a la educación del animal que a la de sus propios hijos -que no se bañan, gritan todo el tiempo, fuman desde los doce años, traen la ropa a jirones.
Para nosotros, mexicanos, acostumbrados a que los perros rara vez son sacados a pasear, y mucho menos tres o cuatro veces al día, sin correa, este comportamiento es francamente asombroso. Y la industria desarrollada alrededor de los animales es enorme, y ni hablar de la cultura. Es impensable salir con el perro sin traer las respectivas bolsas de plástico para levantar los desechos. Las perras en celo tienen que ser sacadas a pasear a lugares en los que no sean peligrosas para otros perros -se ha dado el caso de que los machos huelen a la hembra en celo, corren tras de ella y son atropellados; gran irresponsabilidad del dueño de la perra-, hay lugares especialmente señalados en que los perros no pueden andar sin correa, y en prácticamente todos los restaurantes se admiten perros. Insisto: no se pelean unos con otros, no tiran de la correa, no hacen estropicios.
Meche, que aunque es holandesa y ha ido a escuelas holandesas, convive todo el día con nosotros, mexicanos, tal parece que ha ido adquiriendo el temperamento mexicano y no hace mucho caso. Es la vergüenza de su clase, en términos locales. Aunque los dueños holandeses de perros se asombran de que sea tan independiente, y nos envidian un poco. Nosotros pensamos que es una perra que tiene lo mejor de los dos mundos.
Patricia tenía un compromiso a las diez de la noche: debía ir a recoger a una embajadora mexicana a la estación de trenes. Sin embargo, la cena era a las siete de la noche para terminar temprano, por lo que, previa advertencia de que nos teníamos que ir alrededor de las nueve y cuarenta y cinco, aceptamos.
La velada fue encantadora. En casa de una diplomática australiana, con unos amigos de la embajada estadounidense. Tuvimos que preparar un guacamole, que les fascina desde una vez que los recibimos en casa; la anfitriona cocinó y nos ofreció vino australiano, que cada vez que lo probamos nos ofrece nuevas sorpresas.
A los postres, café y lemoncello. Patricia y yo bailamos un par de piezas (Gershwin, por supuesto), platicamos un rato más y nos fuimos.
Al llegar a casa, y después de que Patricia fue a la estación, le di de cenar a Meche. Después, y para cumplir con el ritual, el paseo de antes de dormir.
Era la hora de los perros. Los holandeses sacan a sus chuchos a pasear por última vez alrededor de las diez y media de la noche, y es interesantísimo ver la interacción del amo con su perro. Estos no ladran, no se cruzan la calle, no comienzan a correr en cuanto salen de la casa, no se pelean con los demás. Es verdaderamente increíble. Sé que es una generalización y por lo mismo es incorrecta, pero parece que le dedican más tiempo a la educación del animal que a la de sus propios hijos -que no se bañan, gritan todo el tiempo, fuman desde los doce años, traen la ropa a jirones.
Para nosotros, mexicanos, acostumbrados a que los perros rara vez son sacados a pasear, y mucho menos tres o cuatro veces al día, sin correa, este comportamiento es francamente asombroso. Y la industria desarrollada alrededor de los animales es enorme, y ni hablar de la cultura. Es impensable salir con el perro sin traer las respectivas bolsas de plástico para levantar los desechos. Las perras en celo tienen que ser sacadas a pasear a lugares en los que no sean peligrosas para otros perros -se ha dado el caso de que los machos huelen a la hembra en celo, corren tras de ella y son atropellados; gran irresponsabilidad del dueño de la perra-, hay lugares especialmente señalados en que los perros no pueden andar sin correa, y en prácticamente todos los restaurantes se admiten perros. Insisto: no se pelean unos con otros, no tiran de la correa, no hacen estropicios.
Meche, que aunque es holandesa y ha ido a escuelas holandesas, convive todo el día con nosotros, mexicanos, tal parece que ha ido adquiriendo el temperamento mexicano y no hace mucho caso. Es la vergüenza de su clase, en términos locales. Aunque los dueños holandeses de perros se asombran de que sea tan independiente, y nos envidian un poco. Nosotros pensamos que es una perra que tiene lo mejor de los dos mundos.
domingo, marzo 21, 2004
Concierto
La música te reconcilia con la vida. Y más cuando es música en vivo.
Krommer - Symfonie nr. 4 in c, op. 102; Hindemith - Die Vier Temperamente, voor piano en strijkorkest; Mozart - Pianoconcert in c, KV 491. Dr Anton Philipszaal, Den Haag, NL.
Hoy me remitiré a la primera pieza, que no conocía. Resultó vibrante, llena de vida, con todo el espíritu de la época. Soberbia interpretación, emotiva, heróica.
El público se dejó llevar, y al final se volcó sobre los intérpretes.
Es interesante la manera de entender la música de los holandeses. Pueden ser un témpano de hielo -como de hecho lo comentamos un par de horas antes, en el café Dudok que está casi enfrente, sobre el Spui-, pero cuando llega el momento de apreciar muestras artísticas son sumamente emotivos. Ovación de pie para los músicos. Flores en el escenario. El director es llamado a regresar al escenario.
Salimos muy contentos y dispuestos a seguir conviviendo. Fuimos a comer, y despachamos dos botellas de tinto. Patricia, dos diplomáticos australianos y yo.
Él, estuvo destacado en México de 1981 a 1985. Estuvo invitado al informe presidencial en el que López Portillo se ofreció para defender caninamente nuestra moneda. Posteriormente regresó, a visitar amigos, en 2003, y hace unos cuantos días estuvo en la embajada para firmar el libro de condolencias por la muerte del expresidente.
Platicamos, nos contó sus aventuras en México -compró un coche y recorrió gran parte del país en sus vacaciones-, y nos dimos cuenta de que se puede querer a nuestro país de muy diferentes maneras, pero por los mismos motivos: la gente, la comida, la música, los colores, etc. Las mismas cosas que extrañamos nosotros.
En fin. Ya se calmaron los vientos de 95 Km/h.
Meche ya salió a pasear.
Krommer - Symfonie nr. 4 in c, op. 102; Hindemith - Die Vier Temperamente, voor piano en strijkorkest; Mozart - Pianoconcert in c, KV 491. Dr Anton Philipszaal, Den Haag, NL.
Hoy me remitiré a la primera pieza, que no conocía. Resultó vibrante, llena de vida, con todo el espíritu de la época. Soberbia interpretación, emotiva, heróica.
El público se dejó llevar, y al final se volcó sobre los intérpretes.
Es interesante la manera de entender la música de los holandeses. Pueden ser un témpano de hielo -como de hecho lo comentamos un par de horas antes, en el café Dudok que está casi enfrente, sobre el Spui-, pero cuando llega el momento de apreciar muestras artísticas son sumamente emotivos. Ovación de pie para los músicos. Flores en el escenario. El director es llamado a regresar al escenario.
Salimos muy contentos y dispuestos a seguir conviviendo. Fuimos a comer, y despachamos dos botellas de tinto. Patricia, dos diplomáticos australianos y yo.
Él, estuvo destacado en México de 1981 a 1985. Estuvo invitado al informe presidencial en el que López Portillo se ofreció para defender caninamente nuestra moneda. Posteriormente regresó, a visitar amigos, en 2003, y hace unos cuantos días estuvo en la embajada para firmar el libro de condolencias por la muerte del expresidente.
Platicamos, nos contó sus aventuras en México -compró un coche y recorrió gran parte del país en sus vacaciones-, y nos dimos cuenta de que se puede querer a nuestro país de muy diferentes maneras, pero por los mismos motivos: la gente, la comida, la música, los colores, etc. Las mismas cosas que extrañamos nosotros.
En fin. Ya se calmaron los vientos de 95 Km/h.
Meche ya salió a pasear.
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